La luz recorría los huecos que su denso cabello dejaba como si tan siquiera ella se atreviera a rozar la belleza de un ser tan increíblemente inusual. Mientras la suave brisa despeinaba los árboles un alejado silbido avisaba de la llegada de un nuevo amanecer. Los pensamientos se evaporaban a medida que el sol se alzaba y algún que otro sentimiento quedaba anclado a la oscuridad de la noche. Cuántas desgracias habría podido sepultar la llegada de aquel día en los tiempos que corrían.
La gente, partidaria de la existencia de un mal augurio general dejaba escapar sus sueños por las rendijas de los ventanales una vez habían reencontrado el sueño. Ilusos, creyentes de una religión basada en la realidad más dura y chocante abandonaban un mañana lleno de color cuya música no podía ser escuchada salvo por aquellos que aún conservaban la esperanza en los sentimientos más dichosos.
Volverá a descender la luz como cada día, a caer en pesado 24 horas más y catapultar miles de posibilidades mientras todos duermen, deseosos de no desear.

Dicen que en todo efecto reside una causa capaz de explicar el por qué de aquellas cosas que nos perturban. Sin embargo encontramos ocasiones en las que desearíamos desconocer completamente el origen de todo lo sufrido. Podríamos llamarle miedo o tal vez cobardía. Quizá no sea nada más allá de un intento frustrado por volver a la inocencia inicial. Querríamos desconectar de todo este mundo para volver a ser aquellos que se preocupaban tan solo de qué color elegir para pintar aquella lámina de siluetas que constituían las formas más simples de una realidad que cada vez se convierte en más compleja.

La silueta de la inocencia.